¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?

¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?
He venido
a besar tus labios con mis ojos,
a dejar en tu cuerpo mis caricias,
a rezar a un dios estupendo y lleno de vida,
a respirar el aliento mismo de la creación,
pero sobre todo,
por siempre y para siempre,
a amarte, hermano mío,
amarte y no dejarte de amar,
nunca más dejarte de amar.
(Francisco J. Francisco Carrera, "Luna de Agosto")

miércoles, 24 de noviembre de 2010

MI AMADA ARACNE Y SU REGALO

En la imagen Aracne, de El Veronés


Para Aracne,
que ha tejido con sus labios en mi alma
la sonrisa de tus ojos
y las caricias del silencio
con la luz de la mañana.

Yo, ya lo sabéis, amo profundamente a Medusa. Medusa me regaló sus ojos una noche. Se acercó a mí, posó sus manos en mi rostro y me dijo “estos serán de ahora en adelante los ojos de tus ojos, siempre que quieras podrás ver la verdadera realidad con ellos, úsalos cuando te venga en gana. Este es mi regalo: la mirada de la Medusa”. Y Medusa, tan dulce, se marchó. Yo me levanté, miré a mi alrededor y allí estaba mi esposa, la mujer más maravillosa que he conocido, mi amante de luz y de agua, mi cielo de fuego y de escarcha. La besé quedamente y utilicé por primera vez los ojos de Medusa. Ante mí, Raquel mostraba su verdadera belleza, no la de su forma corporal, esa era visible por todos y yo la conocía bien, y poco o nada me importaba, no, lo que veía era lo que había detrás de su belleza. La belleza de su alma. La que había sentido años antes en Atenas cuando me enamoré de ella sin siquiera conocerla. Pero ahora no la sentía, ahora la veía. Medusa me había regalado la visión profunda del mundo y desde entonces habría de amarla con la sinceridad profunda de la amistad. Pero Medusa no es mi único amor mitológico. Claro está, y hoy vengo a hablaros de mi preciada y preciosa Aracne. Y de cómo me regaló la caricia que es capaz de sentir el palpitar del corazón del corazón de cada cosa.

Me gustan las arañas, me dan ternura, son tan preciosas como el rocío de la mañana. Cierto es que Kibo, nuestro maravilloso perro, me ha enseñado a querer sin reparo alguno a todo “bicho viviente”, me encantan las serpientes, los dinosaurios o las tarántulas; las moscas, las palomas y los emús (de los emús os tengo que hablar en alguna otra ocasión, que son tan lindos, los emús, jopis, cuánto me gustan, si les escribí un poema y todo). Todo lo que tiene un corazón me resulta encantador. Una misma roca, con su corazón de piedra, es igual de lindo que la belleza radiante de mi mujer cuando sonríe y hace que el tiempo se detenga y yo me quede alelado observando la magia del mundo que se despliega en su figura ante mis ojos. El viento es igual de precioso que poder besar a mis amigos, igual de misterioso y de jubiloso, y es que me encanta besar y abrazar a esos muchachos y muchachas que celebran el mundo conmigo en cada gesto, con cada palabra. Esto lo descubrí de niño ante el resplandor de un rayito de luz que caía sobre un charco en mi barrio de los Pajarillos después de una tormenta de verano, en esa Valladolid de mi alma que he aprendido a querer a base de largas ausencias y cortos regresos redentores. Pero no fue hasta que Aracne me visitó un mañana de esas en que me levanto a las 5 para meditar en silencio y ver cómo se construye el mundo poco a poco que aprendí a sentir lo que hay detrás de las cosas. Pues eso, que me levanté con cuidado para no despertar a Raquel, me fui para el estudio y me senté ante la ventana. Todo estaba oscuro, claro, y era un buen momento para encender las luces del alma. Se encendieron. Y yo esperé sin esperar nada. Es maravilloso estar esperando sin nada que esperar, ¿verdad? Pues así andaba yo cuando una arañita maravillosa que tenemos por aquí y que me acompaña mientras paso mis mañanas escribiendo bajó del techo y se me acercó. Nos miramos. Nos miramos y nos perdimos el uno dentro del otro. Araña y humano ya no eran dos, era lo que mira desde dentro y es capaz de mirar afuera sin esfuerzo alguno. Allí estábamos. Y ella me habló con su tacto de estrella, me acarició tan adentro que yo gemí de placer y dolor al mismo tiempo y me dijo “cariño mío, he venido desde tu mismo corazón para regalarte la caricia de Aracne, mi caricia, la hija de mi pasión, es para ti si la quieres, y podrás dársela a quien tú quieras, toma” y me volvió a rozar y yo ya me perdí del todo en el vórtice absoluto del amor. Más tarde, cuando la casa tomaba vida y se despertaba poco a poco (que era sábado) yo quise tocar a Raquel, puse mi mano en su cintura y entonces me quedé sin palabras, allí estaba, el corazón de su corazón, palpitando como si fuera el mío mismo. Y lloré. Lloré ante el descubrimiento del amor más profundo que jamás había sentido y me derrumbé en sus brazos para volver a construirme desde el principio olvidando mi pasado.

Eso vengo a deciros, que me han regalado la caricia de Aracne y que quiero dárosla a todos vosotros, tomad. Nunca fue mía en modo alguno, todo lo que creemos tener es al fin y al cabo para compartirlo con los que amamos. Y yo, lo sabéis, os amo.

Y el poema que nació con el regalo es este, y con vosotros de nuevo lo comparto, pertenece a uno de mis últimos poemarios:


ARACNE MÁS ALLÁ DE LOS ESPEJOS
Por Francisco José Francisco Carrera

Aracne siempre
supo ser
quien era.
Desde niña
sus manos
acariciaban
con la seda
incierta del
deseo
el mundo
oscuro
de los hombres.

Colofón
era un universo
lleno de matices
para la joven,
y en el taller
de su padre
supo ser hábil
con el tejido
y el bordado.
La vida
no importaba
cuando
Aracne tejía,
nada más
era real
para ella,
lo único
que existía
era el hilo,
la aguja
y su destreza.
Podría haber
creado el
mundo entero
si ese hubiera
sido su
deseo.
Pero no lo
era.
Con todo,
la princesa
lidia
era feliz
con poca cosa.
Respiraba
y era feliz.
Canturreaba
cualquier cancioncilla
y se le llenaba
la boca de rosas
y el corazón
de gotas de luz
que se esparcían
lentamente
por donde quiera
que caminara.
Tan simple
y dulce
era la tejedora
de sueños,
la más preciosa
artesana
que nunca
tendría igual.

Y un día
como cualquier
otro,
mientras
se miraba
en el inmenso
espejo que
su padre
tenía en el
taller,
Aracne
cerró los ojos
y sin pensárselo
dos veces,
atravesó
el frío material
conteniendo
la respiración.
Cuando abrió
los ojos
vio un mundo
de rojos
terribles
y naranjas
abrasadores,
de amarillos
absolutos
y púrpuras
que hacían
enloquecer
y,
sin decir
una palabra,
Aracne
absorbió
todos los colores
del universo
a través de
sus manos
y un arcoiris
milagroso
se entretejió
en su joven
corazón.
Fue tal la
intensidad
de la experiencia
que Aracne,
tras varias
horas en trance,
se desmayó.
Al despertar,
comprobó que
se encontraba
de vuelta
en la realidad.
Sin mayor
dilación
se acercó al telar
y tejió
y tejió durante
horas o acaso
siglos,
ya no necesitaba
otro hilo
que el que
de su voz
nacía,
ella cantaba
y de sus dedos
brotaba el
más fino
material
jamás visto,
y sus telas,
sus tapices,
eran cada vez
más bellos,
de una belleza
que no era
terrenal.

Y ella,
Aracne la bella,
la tejedora
de sueños
y realidad,
que nunca
había sido jactanciosa,
que siempre
humilde había
sido,
empezó
a mirar al mundo
con desdeño,
nada ya le
satisfacía
y fue su osadía
tan grande
como para
proclamar
que no había
hombre o Dios
que pudiera
tejer
como lo hacía
ella.

Así, el ciego
orgullo
que no entiende
de alegrías
e invoca
a la belleza
más cruel
para que
la fiera oculta
que nos observa
atenta y presta
desde el otro
lado del silencio
se aparezca
en formas caprichosas
y nos derrote
a base de vergüenza
y mayor escarnio,
el ciego
orgullo,
digo,
habló por la
boca de la
tejedora
de maravillas
y Atenea
oyó tal
desafío
y, como
los Dioses
siempre hacen,
respondió
con presteza.

Las mujeres
se miraron a los ojos
antes del duelo.
La humana y la
Diosa se miraron
a los ojos
como nunca antes
dos seres tan distintos
se habían mirado,
y algo pasó entre ellas,
pero no había tiempo
para palabras,
había que comenzar
y ambas empezaron
a forjar el mito
que nos hubieran
de cantar más
tarde los poetas.

Atenea
nunca entendió
cómo aquella
humana
pudo derrotar
a sus divinas manos.
Todo le pareció
una broma,
una especie
de blasfemia
estúpida y
repugnante,
y la hija favorita
del Olimpo
se acercó
a la muchacha
y, mirándola a los
ojos,
le dijo:
“pobre mortal,
si acaso hubieses
entendido
que no se puede
retar a los Dioses,
pero habrás de
aprender del
fuego del infierno
ya que no has
sabido respetar
tu lugar
en la tierra”,
dicho lo cual
escupió en su rostro
y se marchó.
Atenea, con todo,
había quedado
prendada de la
belleza de la joven
y, aunque había
destrozado su tela
con sus manos,
sentía que era
tal la habilidad
de Aracne que
ciertamente
no merecía
castigo alguno.
En todas estas
cosas pensaba
cuando le informaron
del final terrible
de su rival,
y es que Aracne,
aterrada y avergonzada
cuando se dio
cuenta de cuán bella
era Atenea,
cuán maravillosas
eran sus manos
y cómo su cuerpo
se asemejaba
a las nubes
y su ojos eran
la misma tempestad
del amor y la esperanza,
cuando reparó en todo
eso,
Aracne no pudo
soportar
su osadía
y llorando
salió del telar
y se internó
en el bosque
donde hubo
de encontrar
su final
en las garras
de un lobo
hambriento.
Ahora sólo
quedaban
huesos y
restos sanguinolentos
y la belleza
y la habilidad
habían perecido
y no volverían
a aparecer.

Pero Atenea
rehizo el cuerpo
y su padre Júpiter
volvió a encender
la llama del alma
de Aracne.
Así, la diosa
de ojos de volcán
roció lo que quedaba
de la mujer con jugo
de acónito
y de allí
surgió
la mujer-araña,
la silenciosa
tejedora de sueños,
los prístinos dedos
que podían crear
los tapices más bellos.

Y Aracne sigue
tejiendo y tejiendo
y Atenea la observa
con los ojos más tiernos
y de noche en noche,
la va a visitar en forma
de mosca, se posa
en su tela para ser
devorada y, justo
antes de romper el hechizo,
le mira a los ojos
y le dice sin palabras
que de haber sido
otro el destino de ambas
ella hubiera dado su vida
entera por ser humana
y no Diosa, por ser,
simplemente, su amada
y compartir juntos a sus labios
la noche y la más dulce madrugada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario