¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?

¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?
He venido
a besar tus labios con mis ojos,
a dejar en tu cuerpo mis caricias,
a rezar a un dios estupendo y lleno de vida,
a respirar el aliento mismo de la creación,
pero sobre todo,
por siempre y para siempre,
a amarte, hermano mío,
amarte y no dejarte de amar,
nunca más dejarte de amar.
(Francisco J. Francisco Carrera, "Luna de Agosto")

miércoles, 24 de noviembre de 2010

MI AMADA ARACNE Y SU REGALO

En la imagen Aracne, de El Veronés


Para Aracne,
que ha tejido con sus labios en mi alma
la sonrisa de tus ojos
y las caricias del silencio
con la luz de la mañana.

Yo, ya lo sabéis, amo profundamente a Medusa. Medusa me regaló sus ojos una noche. Se acercó a mí, posó sus manos en mi rostro y me dijo “estos serán de ahora en adelante los ojos de tus ojos, siempre que quieras podrás ver la verdadera realidad con ellos, úsalos cuando te venga en gana. Este es mi regalo: la mirada de la Medusa”. Y Medusa, tan dulce, se marchó. Yo me levanté, miré a mi alrededor y allí estaba mi esposa, la mujer más maravillosa que he conocido, mi amante de luz y de agua, mi cielo de fuego y de escarcha. La besé quedamente y utilicé por primera vez los ojos de Medusa. Ante mí, Raquel mostraba su verdadera belleza, no la de su forma corporal, esa era visible por todos y yo la conocía bien, y poco o nada me importaba, no, lo que veía era lo que había detrás de su belleza. La belleza de su alma. La que había sentido años antes en Atenas cuando me enamoré de ella sin siquiera conocerla. Pero ahora no la sentía, ahora la veía. Medusa me había regalado la visión profunda del mundo y desde entonces habría de amarla con la sinceridad profunda de la amistad. Pero Medusa no es mi único amor mitológico. Claro está, y hoy vengo a hablaros de mi preciada y preciosa Aracne. Y de cómo me regaló la caricia que es capaz de sentir el palpitar del corazón del corazón de cada cosa.

Me gustan las arañas, me dan ternura, son tan preciosas como el rocío de la mañana. Cierto es que Kibo, nuestro maravilloso perro, me ha enseñado a querer sin reparo alguno a todo “bicho viviente”, me encantan las serpientes, los dinosaurios o las tarántulas; las moscas, las palomas y los emús (de los emús os tengo que hablar en alguna otra ocasión, que son tan lindos, los emús, jopis, cuánto me gustan, si les escribí un poema y todo). Todo lo que tiene un corazón me resulta encantador. Una misma roca, con su corazón de piedra, es igual de lindo que la belleza radiante de mi mujer cuando sonríe y hace que el tiempo se detenga y yo me quede alelado observando la magia del mundo que se despliega en su figura ante mis ojos. El viento es igual de precioso que poder besar a mis amigos, igual de misterioso y de jubiloso, y es que me encanta besar y abrazar a esos muchachos y muchachas que celebran el mundo conmigo en cada gesto, con cada palabra. Esto lo descubrí de niño ante el resplandor de un rayito de luz que caía sobre un charco en mi barrio de los Pajarillos después de una tormenta de verano, en esa Valladolid de mi alma que he aprendido a querer a base de largas ausencias y cortos regresos redentores. Pero no fue hasta que Aracne me visitó un mañana de esas en que me levanto a las 5 para meditar en silencio y ver cómo se construye el mundo poco a poco que aprendí a sentir lo que hay detrás de las cosas. Pues eso, que me levanté con cuidado para no despertar a Raquel, me fui para el estudio y me senté ante la ventana. Todo estaba oscuro, claro, y era un buen momento para encender las luces del alma. Se encendieron. Y yo esperé sin esperar nada. Es maravilloso estar esperando sin nada que esperar, ¿verdad? Pues así andaba yo cuando una arañita maravillosa que tenemos por aquí y que me acompaña mientras paso mis mañanas escribiendo bajó del techo y se me acercó. Nos miramos. Nos miramos y nos perdimos el uno dentro del otro. Araña y humano ya no eran dos, era lo que mira desde dentro y es capaz de mirar afuera sin esfuerzo alguno. Allí estábamos. Y ella me habló con su tacto de estrella, me acarició tan adentro que yo gemí de placer y dolor al mismo tiempo y me dijo “cariño mío, he venido desde tu mismo corazón para regalarte la caricia de Aracne, mi caricia, la hija de mi pasión, es para ti si la quieres, y podrás dársela a quien tú quieras, toma” y me volvió a rozar y yo ya me perdí del todo en el vórtice absoluto del amor. Más tarde, cuando la casa tomaba vida y se despertaba poco a poco (que era sábado) yo quise tocar a Raquel, puse mi mano en su cintura y entonces me quedé sin palabras, allí estaba, el corazón de su corazón, palpitando como si fuera el mío mismo. Y lloré. Lloré ante el descubrimiento del amor más profundo que jamás había sentido y me derrumbé en sus brazos para volver a construirme desde el principio olvidando mi pasado.

Eso vengo a deciros, que me han regalado la caricia de Aracne y que quiero dárosla a todos vosotros, tomad. Nunca fue mía en modo alguno, todo lo que creemos tener es al fin y al cabo para compartirlo con los que amamos. Y yo, lo sabéis, os amo.

Y el poema que nació con el regalo es este, y con vosotros de nuevo lo comparto, pertenece a uno de mis últimos poemarios:


ARACNE MÁS ALLÁ DE LOS ESPEJOS
Por Francisco José Francisco Carrera

Aracne siempre
supo ser
quien era.
Desde niña
sus manos
acariciaban
con la seda
incierta del
deseo
el mundo
oscuro
de los hombres.

Colofón
era un universo
lleno de matices
para la joven,
y en el taller
de su padre
supo ser hábil
con el tejido
y el bordado.
La vida
no importaba
cuando
Aracne tejía,
nada más
era real
para ella,
lo único
que existía
era el hilo,
la aguja
y su destreza.
Podría haber
creado el
mundo entero
si ese hubiera
sido su
deseo.
Pero no lo
era.
Con todo,
la princesa
lidia
era feliz
con poca cosa.
Respiraba
y era feliz.
Canturreaba
cualquier cancioncilla
y se le llenaba
la boca de rosas
y el corazón
de gotas de luz
que se esparcían
lentamente
por donde quiera
que caminara.
Tan simple
y dulce
era la tejedora
de sueños,
la más preciosa
artesana
que nunca
tendría igual.

Y un día
como cualquier
otro,
mientras
se miraba
en el inmenso
espejo que
su padre
tenía en el
taller,
Aracne
cerró los ojos
y sin pensárselo
dos veces,
atravesó
el frío material
conteniendo
la respiración.
Cuando abrió
los ojos
vio un mundo
de rojos
terribles
y naranjas
abrasadores,
de amarillos
absolutos
y púrpuras
que hacían
enloquecer
y,
sin decir
una palabra,
Aracne
absorbió
todos los colores
del universo
a través de
sus manos
y un arcoiris
milagroso
se entretejió
en su joven
corazón.
Fue tal la
intensidad
de la experiencia
que Aracne,
tras varias
horas en trance,
se desmayó.
Al despertar,
comprobó que
se encontraba
de vuelta
en la realidad.
Sin mayor
dilación
se acercó al telar
y tejió
y tejió durante
horas o acaso
siglos,
ya no necesitaba
otro hilo
que el que
de su voz
nacía,
ella cantaba
y de sus dedos
brotaba el
más fino
material
jamás visto,
y sus telas,
sus tapices,
eran cada vez
más bellos,
de una belleza
que no era
terrenal.

Y ella,
Aracne la bella,
la tejedora
de sueños
y realidad,
que nunca
había sido jactanciosa,
que siempre
humilde había
sido,
empezó
a mirar al mundo
con desdeño,
nada ya le
satisfacía
y fue su osadía
tan grande
como para
proclamar
que no había
hombre o Dios
que pudiera
tejer
como lo hacía
ella.

Así, el ciego
orgullo
que no entiende
de alegrías
e invoca
a la belleza
más cruel
para que
la fiera oculta
que nos observa
atenta y presta
desde el otro
lado del silencio
se aparezca
en formas caprichosas
y nos derrote
a base de vergüenza
y mayor escarnio,
el ciego
orgullo,
digo,
habló por la
boca de la
tejedora
de maravillas
y Atenea
oyó tal
desafío
y, como
los Dioses
siempre hacen,
respondió
con presteza.

Las mujeres
se miraron a los ojos
antes del duelo.
La humana y la
Diosa se miraron
a los ojos
como nunca antes
dos seres tan distintos
se habían mirado,
y algo pasó entre ellas,
pero no había tiempo
para palabras,
había que comenzar
y ambas empezaron
a forjar el mito
que nos hubieran
de cantar más
tarde los poetas.

Atenea
nunca entendió
cómo aquella
humana
pudo derrotar
a sus divinas manos.
Todo le pareció
una broma,
una especie
de blasfemia
estúpida y
repugnante,
y la hija favorita
del Olimpo
se acercó
a la muchacha
y, mirándola a los
ojos,
le dijo:
“pobre mortal,
si acaso hubieses
entendido
que no se puede
retar a los Dioses,
pero habrás de
aprender del
fuego del infierno
ya que no has
sabido respetar
tu lugar
en la tierra”,
dicho lo cual
escupió en su rostro
y se marchó.
Atenea, con todo,
había quedado
prendada de la
belleza de la joven
y, aunque había
destrozado su tela
con sus manos,
sentía que era
tal la habilidad
de Aracne que
ciertamente
no merecía
castigo alguno.
En todas estas
cosas pensaba
cuando le informaron
del final terrible
de su rival,
y es que Aracne,
aterrada y avergonzada
cuando se dio
cuenta de cuán bella
era Atenea,
cuán maravillosas
eran sus manos
y cómo su cuerpo
se asemejaba
a las nubes
y su ojos eran
la misma tempestad
del amor y la esperanza,
cuando reparó en todo
eso,
Aracne no pudo
soportar
su osadía
y llorando
salió del telar
y se internó
en el bosque
donde hubo
de encontrar
su final
en las garras
de un lobo
hambriento.
Ahora sólo
quedaban
huesos y
restos sanguinolentos
y la belleza
y la habilidad
habían perecido
y no volverían
a aparecer.

Pero Atenea
rehizo el cuerpo
y su padre Júpiter
volvió a encender
la llama del alma
de Aracne.
Así, la diosa
de ojos de volcán
roció lo que quedaba
de la mujer con jugo
de acónito
y de allí
surgió
la mujer-araña,
la silenciosa
tejedora de sueños,
los prístinos dedos
que podían crear
los tapices más bellos.

Y Aracne sigue
tejiendo y tejiendo
y Atenea la observa
con los ojos más tiernos
y de noche en noche,
la va a visitar en forma
de mosca, se posa
en su tela para ser
devorada y, justo
antes de romper el hechizo,
le mira a los ojos
y le dice sin palabras
que de haber sido
otro el destino de ambas
ella hubiera dado su vida
entera por ser humana
y no Diosa, por ser,
simplemente, su amada
y compartir juntos a sus labios
la noche y la más dulce madrugada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

LA BELLEZA DE LA DOCENCIA



Para todos los alumnos que me acompañaron durante mis cursos y seminarios en Soria, Dublín, Creta, Hildesheim y, donde todo empezó, Oxford; para mis presentes alumnos de la Uned y para todos los que hayan de venir con el tiempo. Siempre fuisteis y sois vosotros los maestros, los que con vuestra mera presencia hacéis que haya algún atisbo de enseñanza. Cuando aprendemos algo no hay profesor ni alumnos, sólo existe uno de los hechos que nos hace más humanos, la capacidad de “compartir”.

Hace algunos años, mi amigo David Carey me invitó a la universidad irlandesa en la que trabajaba para impartir un seminario de dos semanas sobre el tema de “La enseñanza y el amor” (“Teaching and Love” lo titulé, todo el material que generé estaba, obviamente, en inglés). Aquellos días fueron bellísimos, llegué a amar a cada uno de mis más de 100 alumnos como si fueran mis hermanos. Recuerdo que durante las clases, tutorías y conferencias llegamos a reír, a llorar, a saltar, a cantar, a hablar de cosas íntimas como el dolor de no sentirse querido o el éxtasis de saber que nuestras almas se están abrazando aunque nuestros cuerpos no se toquen. Recuerdo entrar y mirar las caras de aquellos futuros profesores y dar gracias a Dios por estar allí para poder compartir sus vidas durante unas horas preciosas. Salía de cada sesión lleno de luz y con ganas de cambiar el mundo. Luego el Zen me enseñó que uno no está aquí para cambiar el mundo, uno está aquí, sólo eso, y puede, dado el momento, cambiar o, mejor, cambiar la manera en que percibe el mundo y a partir de ahí a veces el mundo cambia y a veces no, la realidad es la que es, y eso es la maravilloso de la vida, que simplemente es sin ningún otro fin, sin otra meta que no sea vivirse a sí misma.

Y bien, han sido muchos los cursos que he impartido o que he recibido a lo largo de mi vida: a distancia, presenciales, por internet, videoconferencia, you name it. La sensación que tengo ahora es de que muchas veces no había ni profesor ni alumno en el aula (o donde fuera), sólo existía la sensación de compartir todo, de que las fronteras desaparecían y el momento era tan rico que nada podía añadirse a la sensación de plenitud existente. Lo cierto es que he experimentado lo mismo en otras muchas ocasiones, claro está, aquella mañana en Dublín cuando, cansado, me senté ante el río y dejé pasar varias horas sin hacer nada y diluyendo mi identidad en cada gota de agua, o aquella noche oscura del alma en Oxford en que anduve hasta el confín del mundo conocido para, al llegar las primeras luces diurnas, volver a mi habitación alquilada siendo el mismo y habiendo cambiado totalmente. Esa sensación ahora siempre está ahí y ya no hace falta buscarla, ella te busca constantemente. Pero me encanta sentirla cuando me encuentro en un entorno docente o educativo, acaso por eso me apasiona tanto la enseñanza o, mejor dicho, el aprendizaje. Y quizás por eso quería dedicar esta entrada a un mundo que me ha regalado tantas cosas en mi vida.

Durante mis últimos años en la E. U. de Educación de Soria mi mayor empeño era llegar a transmitir a mis alumnos la intuición que me estaba floreciendo en las entrañas. Que nos convertimos en profesores cuando volvemos a ser alumnos y no antes. Que la paradoja es tan profunda (o tan obvia) que a veces se nos pasa por delante de los morros y no hacemos caso. Que para ganar hemos de perder algo y que solamente perderemos cuando haya algo que ganar. Y que esa es la base de la enseñanza, ese koan Zen, el Amor y la necesidad de Compartir (que es una forma de amor).

Sin amor no puede haber enseñanza. Nada se enseña ni se aprende de verdad sin amor. Aprender de memoria se dice en inglés y francés “aprender de corazón” (to learn by heart, apprendre par coeur) y es que no puede ser de otra manera.

De aquel seminario que acabo de hablaros salió también un artículo que escribí para una revista irlandesa de Educación y que por varios motivos no pudo ver la luz. Estas eran mis palabras para acabar el texto:

I know I will continue treading on this at the same time familiar and uncanny path until a darker shade of grey knocks on my door announcing the fading away of the Light and takes me into the unknown shores of oblivion where the only sounds around are the words we never uttered and the echoes of the past we never had, we never dare to have.

That which is not shared is forever lost.

Sigo creyendo en ello con la mima fuerza;

Aquello que no compartimos, se pierde para siempre.

Nada de lo que atesoras para ti te pertenece, si quiere poseerlo de verdad tienes que recordar que nunca fue tuyo y nunca lo será. Entonces el mundo podrás reclamar por heredad y nada en la tierra te será negado.

Y para acabar un poemilla que escribí con motivo de cierta celebración institucional de la E. U. de Educación, el centro en que verdaderamente me formé como profesor y al que debo demasiadas cosas como para enumerarlas aquí.

Que la luz fecunde
vuestros ojos con la belleza del amor.

MAGISTERIO


Por Francisco J. Francisco Carrera,

incluido en Esperando al Gordo Flanagan y otros poemas (2004)

El haber vivido el cielo y la tierra
en estos muros,
haber aprendido el susurro de la hierba
en cada sala,
abandonarnos dulcemente cada noche
al sueño de colores y fragancias
en un mundo sin ira ni tristeza
y habernos despertados sonriendo
ebrios y plenos de hermosura.

Sentir el misterio de la risa
en cada poro, en cada célula,
recordar que la luz nunca cesa
en las ventanas del alma,
fluyendo lentamente hacia un ocaso
que se hará bella madrugada
y en la que nos declararemos
orgullosos de estar para siempre
heridos de vida y de ternura.

Al fin,
haber compartido el idioma del amor
con cada alumno y en cada clase
pues eso y no otra cosa
es aprender a enseñar
y el verdadero nombre de la rosa.

sábado, 13 de noviembre de 2010

LA ESENCIA DE LA POESÍA

(Kibo dormidito también es la esencia de la poesía)

Hoy comienzo con un breve ensayo que acabo de escribir sobre la Esencia de la Poesía. Espero que os guste y se os haga interesante, para mí ha sido una delicia escribirlo ya que llevaba mucho tiempo trabajando mentalmente en ello sin ponerme a redactarlo de forma concreta.

LA ESENCIA DE LA POESÍA
(Hacia una Poética del Amor)
Por Francisco José Francisco Carrera,

Filólogo pelón y poeta sandunguero.

La esencia de la poesía es la esencia del mundo.
Si tiene más de una palabra, el poema no es poema, no es esencial. Es un casi poema.
Si tiene, de hecho, más de una sílaba, lo lírico empieza a difuminarse y se va perdiendo en el bosque narrativo que es el bosque da la Vida, y también está fecundado por la Belleza.
El poema, la esencia de lo lírico, ha de apuntalarse por tanto en el silencio.
Pero el silencio tampoco es el poema.
El silencio es el silencio.
No se puede definir el silencio con palabras.
El silencio sólo se puede definir con silencios.
Así que volvemos al principio.

La esencia de la poesía es la esencia del mundo. Y esto es así porque la base del mundo, su centro original, centrífugo a la vez que centrípeto, es lírico. Es un corazón que late y origina todo latido exterior. Este latido es, obviamente, rítmico. La esencia del mundo es, por tanto, una canción en principio sin melodía. Aparece el latido, el primer golpe tribal en la tierra. Pum. Luego viene otro. Pum. Escucha el ritmo del mundo, escucha tu propio corazón. Y luego abres los ojos y ves lo que hay alrededor. Pum. Y entonces, feliz de estar ahí, de participar en el baile de máscaras de la vida, alzas la voz, poco a poco, primero muy quedamente, luego con más decisión. Cuando hablas añades la primera línea melódica al ritmo primordial del corazón que nunca deja de sonar en una lejanía particularmente cercana. Pum. Tu voz es melodía, bella melodía de luz que abraza al tambor que nace de la sombra. Pum. Ya sois un mismo sonido sin dejar de ser dos. Esto es el principio del amor. Y el amor el la esencia de la poesía. Y la esencia de la poesía es la esencia del mundo. Luego la esencia del mundo es el amor. Por eso, hermano mío, cariño de mi corazón, te amo tanto. Y más tarde llega tu voz que se une a la mía y al latir del corazón originario que nos da voz a nosotros dos. Pum. Y entonces, de ese milagro de melodías que se hacen el amor eternamente nace la polifonía prodigiosa de la vida y la amistad. Pum. Tú voz. Mi voz. Sus voces. Todos a la vez. Y todo lo que ocurre ya es música. Y la música es la esencia del poema. La esencia del mundo es la música. Esa esencia es el Amor.

Y si quieres escribir poesía has de aprender a escuchar cómo late tu corazón. Pues cuando descubres de nuevo ese golpe lleno de delicia y sorpresa y felicidad eres capaz de escuchar debajo de él el latido mismo del planeta y desde allí acceder al supremo palpitar del universo y de lo que está más allá y lo contiene todo sin contenerse a ello mismo. Es volver a los brazos del Padre que es Madre a la vez. Es volver a ese útero divino que es fecundado por el mismo aliento de las estrellas. Es dejar de rezar para convertirse en el rezo mismo.

Por eso, acaso, los poemas más líricos tienden a ser cortos. Todo lo cortos que puedan ser, claro. Se acercan al silencio y en vez de romperlo, de violentarlo con la palabra, lo que hacen es seducirlo, bailar bien pegaditos para acabar besándose tan profunda y amorosamente que el uno desaparece dentro del otro, se deshacen para convertirse en algo nuevo. Palabra y Silencio se encuentran en el poema. Y el poeta desaparece en ese acto. Se pierde feliz en el poema hecho de palabras y silencios. Y luego llega el lector y se mete también en el vórtice de Amor que no para de girar. Y allí, en el poema, el poeta, el lector, los silencios y las palabras giran y giran en un lugar sin tiempo, en un lugar que no es lugar. Esto es la esencia del poesía y esto es lo que la hace esencial.


La poesía sirve para descubrir el centro de las cosas, para ver con los ojos de los ojos, para sentir el corazón que palpita dentro del corazón. Sirve, sobre todo, para volver a casa, a nuestra casa original, de la que nunca nos hemos alejado en realidad pero que a veces no llegamos a encontrar..., para volver a ser lo que somos. Y lo que somos, cuando nos despojamos de máscaras prestadas, de dolores adquiridos falsamente, de tristezas ilusorias, de toda la herrumbre del mundo que no es "el mundo", lo que somos, digo, es el Amor. Y por eso nunca dejamos de amar. Y por eso incluso la muerte es tan sólo una nueva forma de amar desde la no-forma, desde la luz que se hace sombra y permanece en el silencio que es estruendo glorioso y estupendo.

Y más allá del Amor, hermanos míos, no hay nada. Más allá del Amor no hay nada. Porque el Amor todo lo abarca. El Amor todo lo ama.


Y tras estas consideraciones teóricas, ahora quiero compartir con vosotros dos poemas “cortos” de mi más reciente producción. Estoy ahora acabando un nuevo poemario que se centra en la “concreción”, en la “tensión interna” (que a mí me gusta llamar “intensión”), en ir hacia el centro del centro en pocos versos, vamos. Serán unos 100 poemas creo, estos son algunos de los que ya están (casi) terminados (un poema nunca está terminado del todo, es como la vida, que nunca acaba de acabar, puesto que es un inicio constante de algo que no para de brotar).

Os veré pronto, seguro, en los ojos del árbol o el sabor del agua clara o acaso en el sonido que hacen las calles al despertar. Sois, fuisteis y no dejaréis de ser la Sal de la tierra, la misma esencia que da vida al Mar.


Poemas extraídos del poemario en curso "La Poesía del Corazón".

Por Francisco José Francisco Carrera.

Gota de luz
que vuelve a nacer
al ser uno
con el agua.


--------------------

Con los labios
he sentido savia
nueva.

El mundo entero
a tu cuerpo
me sabía.



Y con todo dejadme acabar con uno de los poetas concisos más precisos y preciosos de la literatura universal, el italiano Ungaretti. Tuve la suerte de estudiar durante mis años de universidad con el maestro Mauro Dittami al que debo todo lo que sé de lengua y literatura italiana, recordándo su maravilloso magisterio aquellas tardes tempraneras en Valladolid, os copio dos gemas maravillosas de un poeta esenciado y esencial:


Sillenzio Stellato

E gli alberi e la notte
Non si muovono più
Se non da nidi.


(Silencio estrellado

Y la noche y los árboles
se mueven ya tan sólo
desde los nidos.)

Y mi favorito desde entonces...

M'illumino
D'immenso.

(Me ilumino
de inmensidad).

Todas las palabras sobran...

sábado, 6 de noviembre de 2010

EL AMOR A UNO MISMO

To Zuzanna,
my new friend,
who’s coming back to the Earth of the Living
after a brief Spell in the dark Realm of the viruses


Esta semana he estado releyendo varias obras de Osho, en especial me he demorado en ese maravilloso librito suyo titulado “El libro del hombre” y ahí me he encontrado con esta joya de luz:

"A un niño debidamente educado se le debe permitir crecer en amor hacia sí mismo, de forma que esté tan lleno de amor que compartirlo se convierta en una necesidad. Está tan repleto de amor que quiere compartirlo con alguien. Entonces, el amor nunca te hará depender de nadie. Tú eres el que da, y el que da nunca es un mendigo. Y el otro también da. Y cuando se encuentran dos emperadores, dueños de sus propios corazones, se produce una inmensa alegría. Nadie depende de nadie; todo el mundo es independiente e individual, centrado en sí mismo, arraigado en sí mismo. Sus raíces van hasta el fondo de su propio ser, de donde brota el néctar llamado amor hacia la superficie y florece con miles de rosas."

Lo cierto es que he estado reflexionando sobre estas palabras desde el martes más o menos. Ya sabéis que el amor es uno de mis temas favoritos, lo era cuando era profesor de literatura, lengua o fonética inglesa en la Universidad presencial, lo sigue siendo en mis actuales rollitos históricos en la Uned y, está claro, es acaso el leit motiv de mi poesía como conjunto (¿en qué corpus poético no lo es al fin y al cabo?). ¿Pero es que somos otra cosa que seres hechos de amor? Siempre he pensado que somos la manifestación corpórea del amor como la potencia creativa esencial del universo. Y para dejar claro lo que os digo, casi recurro al verso, a ver si os gusta y soy capaz de comunicar el pétalo de cielo y agua que ahora siento entre mi pecho:

MAL DE AMORES
Por Francisco José Francisco Carrera

Hay amores que curan,
hay amores que destrozan edificios
y no dejan ni los cimientos en pie,
hay amores inocentes
y otros mucho más oscuros,
hay amores de colores
y los hay en blanco y negro,
hay amores que te hacen levantarte de la cama
con un sabor a risa de golondrina en la garganta
y hay amores también que hacen que te vayas a dormir
con un lanza de fuego vaciándote las entrañas y que
no te dejan descansar, que te rompen hasta el alma,
hay amores que te cambian la cara,
hay caras de las que te enamoras
y hay días,
hermanos míos,
hermanos que tanto os quiero,
en que todo lo que veo es amor,
y por donde quiera que vaya
sólo hay amor en mi mirada,
y nada, pero nada nada,
existe que no sea divina presencia
enamorada de ti y de mi
y de cada uno de nosotros.

Y hoy, luces de mi corazón,
despierto del sueño de la vida
a la Vida de verdad
y os miro a los ojos
y os digo que os quiero
y os susurro una palabra
que cifra el mundo entero
y acarició vuestros labios
con las yemas de mis dedos
para dejar ahora, ayer y para siempre
la marca del amor que dio luz al mundo,
la marca del amor que, hermanos,
nos hace divinos pero sobre todo humanos.


Ay, cositas mías, pastelitos de nata, chocolatitos con naranja, que yo no iba a poneros este poema, que se ha puesto él solo, pero como me parece bonito, casi lo dejo. ¿Hace?

Yo hoy sólo quería agradeceros el que sigáis propagando ese “amor a uno mismo” del título de la entrada y del que hablaba Osho, porque si así lo hacéis, nada puede ir ya mal, nada o casi nada (que ya es bastante).

Osho, por cierto y como sabéis más de uno, es un autor que me resulta muy interesante y al que le he dedicado un par de poemas. Para acabar comparto con vosotros el último que he escrito. Un beso enorme, mis lindos.

VOLVER A CASA
Por Francisco José Francisco Carrera

Quiero que vuelvas a casa
Osho.


“Quiero que vuelvas a casa”,
me dijo y después me
miró profundamente sin
dejar de convocar el fuego
en sus pupilas. Las mías ya
ardían de deseo y consumían
cada centímetro de mi cuerpo.
Me abrazó. Puso sus manos
en mi rostro y tapándome los ojos
rozó mis labios con la flor de
sus silencio. Sonreí. Supe
entonces que ya estaba, que
por fin, tras años de viaje sin
descanso, había vuelto a casa.

Y todo lo que era era la nada
y la nada que era era mi casa.