Que llevamos viviendo años y años (siglos y siglos) en una
sociedad androcéntrica es obvio. Que
hace ya muchos años que somos legión los que hemos dejado atrás la identidad
personal basada en la biología es también obvio. Ya he hablado muchas veces de esto y mi blog La mirada de la Medusa es todo un “compendio de ideas” sobre ello. Pero debido a que este año estoy enseñando
didáctica de la lengua oral y escrita (un abrazo enorme desde aquí para tod@s
mis alumn@s de la E. U. de Educación de Soria, tan llen@s de buenas ideas y con
tantas ganas de cambiar el mundo, bien sé que lo intentaréis de corazón) me estoy
replanteando un número de aspectos sobre lengua, identidad y poder establecido.
Hoy quiero a hablaros de este sinsentido que es adjudicar "por defecto" el apellido del padre a los hijos, sinsentido, digo, para mí. Vaya por delante que lo que es a mí, me
sobran los apellidos, que si alguien los quiere se los cedo, que por
sobrarme me sobra hasta el nombre. No
soy mi nombre, ni mi manifestación biológica masculina, ni mi opción sexual
hetero, ni mis trajes, ni mis camisetas de videojuegos, ni mi calva, ni la
melena que tenía cuando era adolescente y heavy practicante…, pues eso, que no soy eso y mucho menos
mis apellidos. Mis padres en su profundo
amor tuvieron a bien darme esta vida preciosa y de regalo una hermana que es el
sol y la luna juntos (hermana mía, tan linda fuiste en mi infancia, tan linda
ahora, tan linda siempre…), esa vida que soy, que no entiende de nombres,
apellidos, formas, países o idiomas, es la vida que unifica todo y ama cada una
de las manifestaciones formales.
Como ya he dicho tantas veces, celebro las formas por lo que son, una especie de glorioso espejismo, pero lo que me interesa de verdad, lo que valoro es lo esencial, aquello que, como se decía en "El Principito" (libro necesario donde los haya), no es visible a lo ojos pero que se puede ver con el corazón.
Como ya he dicho tantas veces, celebro las formas por lo que son, una especie de glorioso espejismo, pero lo que me interesa de verdad, lo que valoro es lo esencial, aquello que, como se decía en "El Principito" (libro necesario donde los haya), no es visible a lo ojos pero que se puede ver con el corazón.
Como digo, esas “etiquetas” que llevamos colgando de la
pechera con nuestros nombres y apellidos me resultan divertidas, bonitas, pero
tan poco importantes…, pero con todo, algo indican, aunque sea un modo
sociocultural que se nos impone.
Y vuelvo a los apellidos…, uno nace y zas, le planta el
funcionario de turno un sello con el apellido del padre y, hala, a navegar por el ancho mundo. Y generalmente no se le da muchas más
vueltas al asunto…
Ahora bien, desde hace tiempo yo tenía claro que si alguna
vez tengo hijos con Raquel, me gustaría que llevasen primero su apellido. Raquel, me dice, también está de acuerdo. Y me alegra de que esto sea así ya que la mujer, es
obvio, porta al nuevo y maravilloso ser en su cuerpo durante 9 meses y pasa por
el parto, vamos que vive el proceso en primera línea, está claro, y por ello
también siento que, aunque los apellidos no son importantes, si hubiera que elegir uno porque no hubiera un acuerdo mutuo, este debería ser el de la madre.
Pero claro, esto nos plantea una serie de “incomodidades”,
lo que suele ocurrir cuando tocamos aspectos “megalíticos” y supuestamente inamovibles,
esto es, cuando nos replanteamos la tradición o lo que se ha hecho siempre…
Y aquí me acuerdo de un cuento africano, muy bonito, he reescrito la historia y así os doy
mi versión, a ver si os gusta…, lo voy a titular El Cuento del Caldero Copón de Grande:
EL CUENTO DE LA OLLA COPÓN DE GRANDE
En la aldea Más-allá-del-Horizonte siempre se había cocinado de la misma manera,
desde hacía 1000 años se cogía un perolo gigantesco hecho en roca y se encendía un pequeñísimo
fuego para calentarlo, resultado, se tardaba un montonazo de tiempo y claro a
veces se comía hasta de mal humor porque la gente llegaba a estar canina de tanto esperar...
Pero
un día, la Niña-de-ojos-luminosos-como-la-luna-de-agosto se acercó a su mamá y
le dijo, “mamí, ¿por qué se tarda tanto en hacer la comida?”, su madre con
mirada condescendiente le dijo “ay, cosita, qué vas a saber tú que eres una
niña de 8 añitos..., se tarda lo que se tarda, hace miles de años se nos enseño a cocinar y
esto siempre ha sido así, hemos de aceptarlo, tu abuela cocinaba así, tu
bisabuela cocinaba así…, hemos de ser respetusosos con el pasado; anda, vete a jugar y deja que los mayores se ocupen de las cosas importantes.”.
La niña sonrió pero no acababa de entender esa
idea de que “siempre se ha hecho así, vamos a seguir haciéndolo así”. Le parecía un poco tonto y todo, pero no dijo nada porque quería pensar sobre ello. En su pasión vital por descubrir la vida (lo
que les pasa a todos los niños si no les apagamos ese fuego a base de gritos y
mala leche y los manidos "porque lo digo yo"), la niña siguió observando y pensando y días después fue
directamente al jefe del poblado y le espetó “Hombre-de-gran-inteligencia-y-corazón-de-sol, ¿y si cocinásemos con perolos más pequeños haciendo más fuegos o
acaso usando un fuego más grande para calentar la peazo olla esta que nos han ido pasando desde
que el mundo nació?
El jefe, que andaba
rascándose el cocoroto, y pensando en cómo mejorar la producción de verduritas
del poblado, se quedó de una pieza porque, en su “ofuscación”, se le había
pasado lo que era evidente. Lo que sirvió
en un momento no tiene por qué servir al siguiente, ató cabos recordando las
leyendas que decían que cuando se creó el calderote aquel no existían
herramientas capaces de subdividir las rocas enormes que utilizaban y por eso
esperaban a encontrar recipientes grandes horadados por los elementos (se lo
atribuían a los Dioses protectores del poblado); además, la madera no abundaba
tampoco, así que eso explicaba el porqué del fueguito que se utilizaba, pero ahora tenían unos bosques maravillosos y sabían como cuidarlos y sabían cómo crear recipientes de distintos tamaños porque habían desarrollado nuevas herramientas..
El Jefe cogió a la niña y se la subió a los hombros y empezó
a bailar la canción del verano (aunque estaban en invierno), desde ese día las
cosas cambiaron y cada cambio se celebraba con alegría…
Y yo me pregunto al final… ¿tiene sentido aceptar como lo “normal”
el que en nuestra sociedad se presuponga que el apellido del padre tiene que ir
antes que el de la madre, así, sin más reflexión?
Ahí queda eso para rumiar…
Un besote!!!
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