¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?

¿Qué es lo que has venido a hacer aquí?
He venido
a besar tus labios con mis ojos,
a dejar en tu cuerpo mis caricias,
a rezar a un dios estupendo y lleno de vida,
a respirar el aliento mismo de la creación,
pero sobre todo,
por siempre y para siempre,
a amarte, hermano mío,
amarte y no dejarte de amar,
nunca más dejarte de amar.
(Francisco J. Francisco Carrera, "Luna de Agosto")

viernes, 7 de septiembre de 2012

APRENDIENDO A MORIR

Detrás de la máscara se oculta el de verdad...

Desde niño puse mucho empeño en aprender a morir en vida para entender de verdad de qué iba la muerte.  Mi vida ha sido de lo más normal, pocas aventuras, algún amor, siempre demasiadas tristezas, noches de insomnio, ilusiones, algunas rotas y otras cumplidas.  No conquisté imperios, nunca conduje un Mercedes, no me acosté con tres exóticas bailarinas birmanas después de robar el cofre del Hombre Muerto, esas cosas que tantos hemos deseado después de un par de cervezas...  Como digo, nada reseñable, la verdad.  Me he metido el dedo en la nariz, tirado pedos en el Corte Inglés aprovechándome de la multitud (y después sonreía intentando captar las tonalidades de mi perfume estomacal), ganduleado antes de un examen, mentido a mis jefes, qué sé yo…, esas victorias mínimas que parecen dar sentido a una vida sin sentido. 

Pero como decía, desde niño me he aplicado muy seriamente en el estudio y la práctica de aprender a morir.  De alguna manera sentía que era lo más importante en esta “vida” que nos decían “real”  pero que yo sabía que era un poco de “pega”, que era una especie de ensayo para algo más importante.

Decía Paloma Cabadas que venimos a este planeta, que nos encarnamos, para aprender a amar.  Lo cierto es que yo lo tengo claro.  En el proceso, es obvio, aprovechamos y nos ponemos ciegos a gambas en los chiringuitos de la playa, asaltamos como vikingos los buffets libres en los hoteles esto de “todo incluido”, vamos al cine, nos rascamos el culo, hacemos el amor, y de vez en cuando nos paramos y nos preguntamos ¿pero de qué leches va todo esto?  Lo que pasa es que esta aparente fase  introspectiva se nos pasa rápido.  En seguido viene alguna chorradica linda de este mundo físico que nos distrae: el ipad2, un nuevo modelito para el armario, acaso la fragancia de moda, el recuerdo de que hay que hacer la compra o que se nos ha caducado el dni.

Y ahora un poco de biografía… Nací en Valladolid pero con el sabor de Inglaterra en el paladar.  Es una sensación extraña, ¿sabéis?,  darte cuenta de que naces en un lugar, en un país, quiero decir, pero que algo de ti está en otro (luego descubres que en “otros” para al final comprender  que no perteneces a ninguno y eso te hace amar a todos por igual y pertenecer a todos ellos de manera total y precisa y preciosa).  Esto fue en la década de los 70, con su realidad aún en blanco y negro, con sus olores a tabaco, vino rancio, col y remolacha.  Y fui cumpliendo años, porque eso es fácil y se hace en “piloto automático”, no requiere de esfuerzo, a diferencia del estudiar, que ya es otra historia.  Fui a un cole de barrio a un instituto de barrio y luego a la universidad (que ya estaba en el centro).  Estudié Filología Inglesa y me marché de España, primero a Irlanda, luego a Escocia y a Suiza y finalmente a Inglaterra.  Y durante todos estos años en que “recordé” que mi primer idioma era el inglés, no cesé en mi aprendizaje de la muerte.  Sobre todo a través de la literatura, acaso por eso me  especialicé durante algún tiempo en el género  gótico (así se llama en inglés, aquí se suele traducir como “de terror”, pero bueno, no es este el lugar de ponerme purista).
Y, creo, aprendí a morir.  En Oxford.  Entre las páginas de uno de mis poetas favoritos, Philip Larkin.  Una tarde de noviembre.  Con frío.  Con lluvia.  En absoluta soledad.  En el Parque Botánico, sentado junto al río.  Jodido de frío.  Jodido también de lluvia.  En jodida soledad, ya digo.  Miré el río.  Sentí el frío, la lluvia, lo jodida que es la soledad a veces.  Y se rompió.  El corazón o el puto páncreas, no sé.  Pero se rompió.  Y allí entre el frío y la lluvia y la soledad, morí para darme cuenta del entramado absoluto de la vida.

Pero ahora que lo pienso, la primera vez que conseguí morir un poco para luego morir menos (o de otra manera) fue una tarde de abril en Dublín, cuando estudiaba en la UCD como Erasmus, una tarde en que me dolía tanto el mundo que decidí darme un paseo de esos de “hasta que el cuerpo resista” (el más brutal me lo di en Creta y a poco soy capaz de volver al hotel donde estaba alojado).  El campus estaba como a dos horas de caminata del centro, así que ni corto ni perezoso y con mis deportivas viejas (playeras diría uno de Valladolid) me puse pies a la obra, al llegar  a O’Connell Street me dio por seguir caminando hasta Phoenix Park y ya allí, me senté, me perdí en la hierba y me tragué de golpe el dolor, la frustración, las lágrimas y lo poco de español que me quedara.  No recuerdo mucho más de aquel día, sólo que era ya de madrugada cuando volví a mi habitación en el Campus Universitario, que me fui a la cama y que al día siguiente me desperté pasadas las 12:00 y que ya no estaba allí y a la vez sí que estaba.  Que me había muerto un poco, digamos, por primera vez.

Y aquí estoy este domingo, jugando como tantos otros a inventarme palabras, a rehacer una vida que es de coña, que es un pasatiempo hasta que llegue la otra, la de verdad.  Sin este cuerpo al que le gusta el té y el café a rabiar, y jugar con Kibo y besar a Raquel, mi amiga, mi confidente, mi amante, y aquí ando en esta encarnación calva y sandunguera, este avatar al que, la verdad, con el tiempo le he acabado por coger cariño.

Está  bien rememorar de vez en cuando y contar viejas historias porque es la prueba de que nada de lo que hemos vivido ha sido realmente cierto y sin embargo ha sido, cada segundo, totalmente verdadero.

Gracias por estar ahí, queridos míos, y bienvenidos a la nueva temporada de la Luna de Agosto.  Más desde aquí el próximo domingo.
Besos.

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