Detrás de la máscara se oculta el de verdad... |
Desde niño puse mucho empeño en aprender a morir en vida
para entender de verdad de qué iba la muerte.
Mi vida ha sido de lo más normal, pocas aventuras, algún amor, siempre
demasiadas tristezas, noches de insomnio, ilusiones, algunas rotas y otras
cumplidas. No conquisté imperios, nunca
conduje un Mercedes, no me acosté con tres exóticas bailarinas birmanas después
de robar el cofre del Hombre Muerto, esas cosas que tantos hemos deseado
después de un par de cervezas... Como digo,
nada reseñable, la verdad. Me he metido
el dedo en la nariz, tirado pedos en el Corte Inglés aprovechándome de la
multitud (y después sonreía intentando captar las tonalidades de mi perfume
estomacal), ganduleado antes de un examen, mentido a mis jefes, qué sé yo…,
esas victorias mínimas que parecen dar sentido a una vida sin sentido.
Pero como decía, desde niño me he aplicado muy seriamente en el estudio y la práctica de aprender a morir. De alguna manera
sentía que era lo más importante en esta “vida” que nos decían “real” pero que yo sabía que era un poco de “pega”,
que era una especie de ensayo para algo más importante.
Decía Paloma Cabadas que venimos a este planeta, que nos
encarnamos, para aprender a amar. Lo
cierto es que yo lo tengo claro. En el
proceso, es obvio, aprovechamos y nos ponemos ciegos a gambas en los
chiringuitos de la playa, asaltamos como vikingos los buffets libres en los
hoteles esto de “todo incluido”, vamos al cine, nos rascamos el culo, hacemos
el amor, y de vez en cuando nos paramos y nos preguntamos ¿pero de qué leches
va todo esto? Lo que pasa es que esta
aparente fase introspectiva se nos pasa
rápido. En seguido viene alguna chorradica
linda de este mundo físico que nos distrae: el ipad2, un nuevo modelito para el
armario, acaso la fragancia de moda, el recuerdo de que hay que hacer la compra
o que se nos ha caducado el dni.
Y ahora un poco de biografía… Nací en Valladolid pero con el
sabor de Inglaterra en el paladar. Es
una sensación extraña, ¿sabéis?, darte
cuenta de que naces en un lugar, en un país, quiero decir, pero que algo de ti
está en otro (luego descubres que en “otros” para al final comprender que no perteneces a ninguno y eso te hace amar
a todos por igual y pertenecer a todos ellos de manera total y precisa y
preciosa). Esto fue en la década de los
70, con su realidad aún en blanco y negro, con sus olores a tabaco, vino
rancio, col y remolacha. Y fui
cumpliendo años, porque eso es fácil y se hace en “piloto automático”, no
requiere de esfuerzo, a diferencia del estudiar, que ya es otra historia. Fui a un cole de barrio a un instituto de
barrio y luego a la universidad (que ya estaba en el centro). Estudié Filología Inglesa y me marché de
España, primero a Irlanda, luego a Escocia y a Suiza y finalmente a
Inglaterra. Y durante todos estos años
en que “recordé” que mi primer idioma era el inglés, no cesé en mi aprendizaje
de la muerte. Sobre todo a través de la
literatura, acaso por eso me especialicé
durante algún tiempo en el género gótico
(así se llama en inglés, aquí se suele traducir como “de terror”, pero bueno,
no es este el lugar de ponerme purista).
Y, creo, aprendí a morir.
En Oxford. Entre las páginas de
uno de mis poetas favoritos, Philip Larkin.
Una tarde de noviembre. Con
frío. Con lluvia. En absoluta soledad. En el Parque Botánico, sentado junto al
río. Jodido de frío. Jodido también de lluvia. En jodida soledad, ya digo. Miré el río.
Sentí el frío, la lluvia, lo jodida que es la soledad a veces. Y se rompió.
El corazón o el puto páncreas, no sé.
Pero se rompió. Y allí entre el
frío y la lluvia y la soledad, morí para darme cuenta del entramado absoluto de
la vida.
Pero ahora que lo pienso, la primera vez que conseguí morir
un poco para luego morir menos (o de otra manera) fue una tarde de abril en Dublín,
cuando estudiaba en la UCD como Erasmus, una tarde en que me dolía tanto el
mundo que decidí darme un paseo de esos de “hasta que el cuerpo resista” (el
más brutal me lo di en Creta y a poco soy capaz de volver al hotel donde estaba
alojado). El campus estaba como a dos
horas de caminata del centro, así que ni corto ni perezoso y con mis deportivas
viejas (playeras diría uno de Valladolid) me puse pies a la obra, al
llegar a O’Connell Street me dio por
seguir caminando hasta Phoenix Park y ya allí, me senté, me perdí en la hierba
y me tragué de golpe el dolor, la frustración, las lágrimas y lo poco de
español que me quedara. No recuerdo
mucho más de aquel día, sólo que era ya de madrugada cuando volví a mi habitación
en el Campus Universitario, que me fui a la cama y que al día siguiente me
desperté pasadas las 12:00 y que ya no estaba allí y a la vez sí que
estaba. Que me había muerto un poco,
digamos, por primera vez.
Y aquí estoy este domingo, jugando como tantos otros a
inventarme palabras, a rehacer una vida que es de coña, que es un pasatiempo
hasta que llegue la otra, la de verdad.
Sin este cuerpo al que le gusta el té y el café a rabiar, y jugar con
Kibo y besar a Raquel, mi amiga, mi confidente, mi amante, y aquí ando en esta
encarnación calva y sandunguera, este avatar al que, la verdad, con el tiempo
le he acabado por coger cariño.
Está bien rememorar
de vez en cuando y contar viejas historias porque es la prueba de que nada de
lo que hemos vivido ha sido realmente cierto y sin embargo ha sido, cada
segundo, totalmente verdadero.
Gracias por estar ahí, queridos míos, y bienvenidos a la
nueva temporada de la Luna de Agosto.
Más desde aquí el próximo domingo.
Besos.
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