He sido un ser oscuro que buscaba la luz. Encontré la luz a los 13 años. Me cegó.
Perdí mis ojos. Mi cerebro se
fundió debido al estallido y el posterior calor insoportable. No hubo lágrimas, sólo un dolor romo y un
recuerdo de cómo sabía la tristeza cuando la lanza asiria, muchos siglos antes,
me rasgó el corazón mientras con una ebria agonía barríamos su esplendorosa
Nínive, tal era la insolente alegría del que se sabe fuerte se cree invencible.
Pero no fue la única vez en que la luz vino a mí en este
cuerpo que habito. Desde entonces, y
ahora este negro sol contempla mi cuerpo desde hace casi 40 años, han sido
tantas las veces en que he sentido la llegada del caballo alado portador de la
tormenta que apenas soy capaz de recordar unas pocas.
Ayer, por ejemplo, fue una de las más brutales. Por eso estoy aquí, tumbado en mi cama,
incapaz siquiera de abrir los ojos de nuevo.
Mi mujer permanece asustada al otro lado de la puerta, sabe que no
puede llamar al médico y se siente impotente por no poder hacer nada al
respecto; le queda, eso sí, la certeza de que sólo le resta esperar…, esperar a que la sombra
me acoja de nuevo en su regazo y me devuelva mis capacidades vitales.
Pero claro, va pasando el tiempo… y yo lo único que quiero
es regresar. Volver a ser uno con la
noche, volver a ti, Atysha, en aquella cabaña fría de nuestro destierro, allí
donde aprendimos cuánto se pueden herir dos cuerpos que se aman cuando olvidan
que, antes que cuerpos, habían sido primeramente almas.
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